Y se llenaron mis ojos de lágrimas, se llenaron como se puede llenar el mar en la mente de un niño.


Hace dos años mi papá enfermó de Alzheimer y poco a poco se nos fue yendo. En sus últimos días no recordaba nada. Nada. Esa desesperación de traerlo de vuelta fue progresiva. Cómo explicar ese sentimiento: es como el amor no correspondido, como enviar cartas suplicando y nunca recibir respuesta, o quizás peor, no lo sé. Si vuelvo al símil de la mente de un niño, se sentiría como un monstruo de mil cabezas, con sus caras terribles, con los espantos y las tristezas desparramadas por todas partes, y uno sin poder despertarse.  
Luego vino su gravedad y su muerte. Hace 4 meses ya de la partida de mi viejo. Creo y toda mi familia también, que él mismo en su asombrosa conciencia de su cuerpo, en su memoria de su memoria, en medio de un morir y un renacer, en ese tocar el otro mundo con la punta de sus dedos y regresar a darnos un último suspiro, decidió irse, y cerrar sus ojos celestes para siempre. Se saltó fechas de navidad y de fin de año, lo hizo como su último acto consciente. No empañó nada. Así era.
Ay ay ay, se nos fue mi viejo.
Qué decirles, yo que he pintado destierros y exilios, de casas que se van, sólo les puedo decir esto: la muerte de un padre es la verdadera ida a un lugar sin regreso, convertirse en otra persona, con una arruga más, estoy segura, con una sonrisa menos. 
Mi casa está deshecha pero entera, no sé si me explico, su muerte me hace anhelar soñarlo, morir de pronto. Exiliarme en el otro mundo en viajes de ocasión y volver por el cordón umbilical de mi mamá, la verdadera heroína de esta historia. 
Mi viejo eterno, somos tu memoria, la casa sigue en pie.




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